Una mano tirando de la maleta, la otra sujetando la bolsa de la cámara para evitar el vaivén. Y apresurados (íbamos ya muy justos de tiempo y "teníamos que haber salido media hora antes..."), entramos en la recién inaugurada Terminal 4 del aeropuerto de Barajas: la T4.
Nos sorprendió agradablemente su diseño vanguardista: luminoso, brillante, imaginativo. Superficies metálicas reflejando el entorno; claraboyas ovaladas en el techo, tamizando la luz mediante láminas traslúcidas; techos ondulados, orgánicos, apuntalados por robustos tubos metálicos inclinados lanzados hacia lo alto; largas escaleras automáticas, paneles de cristal. Amplios espacios y curiosos elementos de aspecto cibernético, imaginados por algún creador de películas de ciencia ficción, a los que sólo faltaba la voz metálica diciendo algo así como "bienvenidos, señores pasajeros, les habla R2...".
Prisas, nervios: una larga fila en los mostradores de facturación, ¿los pasaportes?, ¿los billetes?, ¿aparece ya la puerta de embarque para nuestro avión en las pantallas?.
Pero también algo más, la extraña sensación de sentirme observada... ¿por quién?, si allí cada cual va a su negocio: los pasajeros a su vuelo, los empleados a su trabajo, los vigilantes nos miran a todos y a ninguno en especial. Luego la impresión se desvanece: hay otras cosas que atender.
¡Allí estaba el observador silencioso, ahora siendo observado a su vez!. No uno, en realidad, sino docenas de ellos, mirando sin pestañear todo lo que sucedía allá abajo.
Silenciosos, pero no indiferentes... Aquéllas "caras" tenían expresión propia: curiosidad, asombro, disgusto, compasión... parecían reaccionar ante lo que estaba pasando ante sus miradas.
Aquélla mujer con la maleta abierta y medio equipaje por el suelo, buscando algo entre paquetes envueltos en plásticos y prendas de ropa amontonadas, recibía miradas de pura curiosidad y casi de asombro ante la cantidad de objetos que podía guardar en tan pequeño espacio.
El grupo de jóvenes desastrados tirados en el suelo, que habían dejado derramar un bote de refresco, no era consciente del gesto de censura, casi feroz, con que eran observados.
Y más allá, una niñita que lloraba en su cochecito cansada de una larga espera de horas, recibía miradas compasivas pero impotentes para acelerar los trámites.
¿Cómo había podido pasarlos por alto hasta entonces? Y es que, a veces, miramos sin ver...
Sigue así, me encanta.
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